Del Libro III, Oda IV
Descende caelo
Desciende ya del
cielo,
Calíope, ¡oh, reina de poesía!;
por largo espacio el suelo
hinche de melodía,
o la flauta sonando,
o ya la dulce cítara tocando.
¿Oís? ¿O mi
locura
dulce me engaña a mí? Porque el sagrado
canto se me figura
que oigo, y que el amado
bosque paseo ameno,
de frescas aguas, de aire blando lleno.
En el monte
Vulturo
do me crié, en la Apulia, fatigado
en mi niñez de puro
jugar, todo entregado
al sueño, me cubrieron
unas palomas, que sobrevinieron,
de verdes hojas,
tanto
que a todos admiró, cuantos la sierra
y risco de Aqueranto,
y la montuosa tierra
de Bata y de Fiñano
moran el abundoso y fértil llano;
en ver cómo dormía,
ni de osos ni de víboras dañado,
y cómo me cubría
de mirto amontonado
y de laurel un velo,
que este ánimo en un niño era del cielo.
Por el alto
Sabino
vuestro voy, vuestro, ¡oh Musas! y do quiera
que vaya, o si camino
al Tíbur en ladera,
o si al Penestre frío,
o si al bayano suelo el paso guío.
Porque amo
vuestros dones,
en los campos filipos en huida
los vueltos escuadrones,
no cortaron mi vida
ni el tronco malo y duro,
ni en la mar de Sicilia el Palinuro.
Como os tenga
primero
conmigo, tentaré de buena gana,
o hecho marinero,
del mar la furia insana,
o hecho caminante,
los secos arenales de Levante.
Por entre los
britanos,
fieros para los huéspedes, seguro,
y por los guipuzcoanos
que brindan sangre puro,
y por la Escitia helada
iré, y por la Gelona de arco armada.
Cuando del
trabajoso
oficio el alto César, de la guerra
buscando algún reposo,
en los pueblos encierra
la gente de pelea,
con vosotras se esconde y se recrea.
Vosotras el
templado
consejo y la razón dais, y por gloria
tenéis haberlo dado,
que pública es la historia
de la titana gente,
cómo la destruyó con rayo ardiente
quien los mares,
ventosos,
quien la pesada tierra, quien los muros
altos y populosos
y los reinos oscuros
y solo él los mortales,
y los dioses con leyes rige iguales.
Bien es verdad
que puso
aquella fiera gente, confiada
en sus brazos, confuso
temor en la morada
soberana del cielo,
a do subir quisieron desde el suelo.
¿Mas qué parte
podían
ser Mimas, ni Tifón, ni el desmedido
Porfirio; o qué valían
el Reto, el atrevido
Encélado, que echaba
los árboles al cielo que arrancaba,
en contra el
espantoso
escudo de la Palas? A su parte
Vulcano herboroso
y Juno estaba, y Marte,
y quien jamás desecha
de sus hombros la aljaba, ni la flecha,
y baña en la agua
pura
Castalia sus cabellos, y es servido
de Licia en la espesura,
y el bosque do ha nacido
posee, y el que sólo
en Delo y en Patara reina Apolo.
De sí mesma es
vencida
la fuerza sin consejo y derribada;
mas la cuerda y medida
del cielo es prosperada,
a quien la valentía
desplace, dada al mal de noche y día.
Testigo es
verdadero
de mis sentencias Gías, el dotado
de cien manos, y el fiero
Orïón, el osado
tentador de Dïana,
domado con saeta soberana.
Duélese la
cargada
tierra sobre sus partos, y agramente
ver su casta lanzada
en el abismo siente,
ni el fuego a la montaña
de Etna sobrepuesto gasta o daña.
Ni del vicioso
Ticio
jamás se aparte el buitre, ni se muda
a su maldad y vicio
dado por guarda cruda;
y está el enamorado
Piritoo en mil cadenas apretado.